Instancias


Foto: Marina Mangieri



Delito: asesinato en el jardín

Y sembrar amor y pasión donde se suponía que sólo debían crecer matorrales. Porque cuando ella hubo confiado plenamente en una mujer, hubo cerrado los ojos y la boca. Pero hubo abierto el oído y el corazón... hubo entonces comenzado a podar.
Lentamente, en sus jardines: las manos, el rostro y los pies. Sin decir a nadie de dónde provenía aquella agua que, prontamente, ahogaría todas sus flores.
En el reverso de cada hoja, sus vértebras surcaban recuerdos que quedarían por siempre como una espina almacenada en la médula. Predijo su enfermedad. Al sentir tal dolor intenso en su edén, supo que elegiría ella misma regar con lágrimas las cenizas de sus flores muertas. Supo también que la verdad contiene la sal que quema las heridas y los bosques. Y supo que las reinas se alimentan de su propia miel hasta morir.

Averiguación judicial: ruido en el desierto

Cuando no tuve más que decir, hube hablado por primera vez. Y era tan ajena mi voz. Tan ajena y lejana que se oía como aquél zumbido del viento que escuchan los caminantes solitarios en el desierto antes de cerrar fuertemente los ojos. Para que la arena no me raspe el ser, hube dicho y no quiero ver más. Quiero seguir aquí, acurrucándome en la espera. Quiero morir en el último instante previo al estallido. Quiero morir con una milésima de fuerza brutal entre las manos, apretando mis puños, antes de pegar el alarido final y decir a Dios. Seré entonces un grito, un zumbido inaudible en medio de un desierto ventoso.

Etapa de ejecución: tiempo en el tribunal

Escribo como un condenado a cadena perpetua. Como alguien que se sabe vivo y encerrado, como alguien que puede perderse en los rodeos de su pensamiento porque tiene, sobretodo, tiempo que perder. Aquí no hay nada que me apure. Y me aprisiona solo mi libertad de poder decir. Estoy condenado a cadena perpetua por haber cometido un silencio culposo. Y no podré salir de aquí sino hasta decir algo directamente, hasta poder con contundencia cortar las cadenas del mutismo condenante. Hoy escribo como quien baila con pesas en los tobillos, como quien llora con el rostro contra la almohada, como el estómago que arde de rabia e incomprensión, como el niño que pensó en saltar por la ventana.

Condena: encierro en el campo

Sostenida en tu voz liberadora. No por mucho tiempo. Caeré al vacío aullando con desesperación (girando mis brazos con el torso hacia delante para sostenerme en el desequilibrio). Saldrá el sol en algún momento y echaré raíces en tierra firme.  Y nada del recuerdo de un mal viaje encontraré al caer y llegar.
¿Al llegar a dónde? Donde lo que me ate no sea sino de una auténtica relación con mi alrededor. Donde mis miedos estén cercados con alambres de púa y no haya tranqueras posibles. Donde alguien en mí susurre: creo que puedo volar.

Recurso de amparo: flores en los bolsillos


Fui víctima de la condena desde el momento en que elegí, sin más, pararme desnuda frente al tribunal y susurrarte al oído: hay un corazón que huele calma, que suspira, amor. Inmediatamente cambió la carátula de mi juicio y el castigo fue severo: “libertad absoluta”.
Así se derribaron mis muros [que tan alegremente había dispuesto con honra y dedicación] se levantó la barrera [que tan severamente había bajado para cuidar mi salud] se abrió sin pensar el tajo [que tan valientemente había entretejido con colores primarios] y ocurrió algo parecido a lo que suelen llamar “sentir”.
Sentir
es siempre
sentir amor.
Todo lo demás es una especie de engaño cómico o generoso del sentir. El sentir no es nada invisible. El sentir está aquí conmigo, por acá cerca, entre los dos.

  




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